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Autor: Carlos E Urzola
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Puente Román: el arco que unió las dos orillas
Puente Román: el arco que unió las dos orillas
Entre el rumor del agua y la brisa del puerto, el Puente Román fue el gesto que enseñó a Cartagena a encontrarse consigo misma.
A comienzos del siglo XX, cuando Cartagena aún era un archipiélago de calles separadas por canales, el Puente Román comenzó a unir orillas, historias y memorias. Lo que empezó como una estructura de madera se convirtió en el emblema del progreso urbano y el símbolo emocional de una ciudad que aprendió a cruzarse a sí misma.
Antes de que la ciudad se mirara en el espejo del progreso, el Puente Román ya tejía su primera historia: la de dos orillas que aprendieron a encontrarse sobre el agua.
A comienzos del siglo XX, cuando Cartagena aún era un archipiélago de calles aisladas por canales, el barrio Manga parecía una isla detenida en el tiempo. Las canoas cruzaban despacio hacia Getsemaní, llevando jornaleros, frutas y noticias. Fue entonces, en 1905, cuando la ciudad decidió tender su primer puente sobre esas aguas: una franja de madera que cambiaría para siempre el pulso de la ciudad.
El viejo Puente Román fue mucho más que una obra de ingeniería. Era, en esencia, un gesto. Un intento de acercar dos mundos: el bullicio de Getsemaní y la quietud arbolada de Manga. Lo construyó Eliseo Navarro, entre 1906 y 1907, con tablones firmes pero rudimentarios. Su estructura era sencilla, sin ornamentos, y sin embargo representaba el inicio de la modernidad: el primer paso de una Cartagena que buscaba conectarse consigo misma.
Con el tiempo, aquel puente de madera se volvió un símbolo cotidiano. Por él cruzaban los pregoneros con sus carretas de frutas, los pescadores que regresaban al amanecer y los niños que jugaban a perseguir el reflejo de los barcos. Su crujido acompañaba las conversaciones de los enamorados y el ritmo lento de la vida isleña.
Pero la historia no se detuvo ahí. En 1927, el arquitecto francés Gastón Lelarge, conocido por sus obras en Bogotá, fue llamado para diseñar una estructura más duradera: un puente de concreto reforzado, elegante y neoclásico, que reemplazó al antiguo de madera.
Lelarge concibió algo más que un paso entre orillas: creó una puerta de entrada a la modernidad cartagenera. Sus arcos de líneas limpias y barandas ornamentales anunciaban un nuevo siglo de progreso. El Puente Román se volvió entonces una postal, un motivo de orgullo, un punto de encuentro entre la tradición y el futuro.
Décadas después, mientras la ciudad crecía hacia el mar, se erigió un tercer puente, construido por EDURBE, con mayor altura para permitir el paso de embarcaciones. Sin embargo, ni el acero ni el concreto del nuevo puente lograron borrar la memoria del primero.
En el recuerdo de los habitantes de Getsemaní, el viejo puente de madera aún respira: allí donde los pasos eran lentos y el horizonte olía a manglar.
Más allá de su función vial, el Puente Román ha sido testigo del crecimiento y la identidad de Cartagena. Ha visto pasar los carros del progreso, los silencios de la madrugada y las risas que cruzan cuando el sol cae sobre la bahía. Es un puente físico, sí, pero también un puente emocional: une épocas, barrios, maneras de mirar la ciudad.
Como la Casa Román, su par inmóvil en tierra firme, el Puente Román une más que espacios: une memorias. Uno guarda el eco del agua en sus muros; el otro, la huella de los pasos sobre su superficie. Ambos, a su manera, son arquitectura del recuerdo.
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Casa Román: la memoria morisca de Cartagena
Casa Román: la memoria morisca de Cartagena
Entre la brisa del puerto y las buganvilias de Manga, la Casa Román se alza como un sueño morisco detenido en el tiempo.
En el corazón del barrio Manga, la Casa Román guarda entre sus arcos lobulados y mosaicos andaluces una historia de viajes, mestizaje y nostalgia. Su arquitectura, inspirada en la Alhambra de Granada y completada en 1929 con yeserías y mobiliario neoárabe, es una carta de amor entre el Mediterráneo y el Caribe.
Entre la brisa del puerto y el perfume de las buganvilias, la Casa Román parece haber sido trasladada desde Granada por un espejismo del tiempo. Una Alhambra caribeña, abierta al viento y a la memoria.
La Alhambra en espejo
En el corazón del barrio Manga, frente a la bahía que fue testigo del comercio y los sueños del Caribe, se levanta la Casa Román, un ejemplo inconfundible de cómo la arquitectura puede convertirse en puente entre mundos. Su historia comienza a inicios del siglo XX, cuando el español Alfredo Badenes proyectó para la familia Zurek Román una residencia que parecía querer abrazar el aire de Granada y las mareas de Cartagena.
El edificio, considerado una de las joyas neomudéjares más exquisitas de Colombia, recoge la herencia del arte morisco que desde el siglo XVI dejó huella en el país. En distintas poblaciones colombianas se levantaron casas, palacios, plazas de mercado y mezquitas con ecos de la arquitectura hispano-árabe. Pero ninguna de esas huellas brilla con tanta precisión ornamental como la de la Casa Román, donde los arcos lobulados y los mosaicos vidriados cuentan la misma historia que el viento: la de un diálogo entre el desierto andaluz y la humedad caribeña.
Un kiosco oriental en Manga
La imagen exótica de esta casa se consigue con su ubicación en el centro de la parcela, casi como un kiosco oriental rodeado de verde. La fachada principal se abre con un pórtico de arcadas sobre columnas nazaríes de mocárabes; en las enjutas aparecen calados de sebka, y todo se remata con almenas que parecen recortar el cielo azul de Cartagena.
El interior es una concesión sin paliativos al modo de vida oriental adaptado al Caribe. El patio central, con una fuente de cerámica de Triana, organiza la casa y se convierte en su verdadero espacio vital. Alrededor se disponen las estancias, abiertas a las arquerías y galerías frescas donde la luz se filtra en franjas doradas sobre los mosaicos. Las puertas, los vanos y las yeserías revelan, con sus mocárabes, atauriques y geometrías, el origen nazarí de la inspiración.
Caminar por ese patio es sentir que el agua lleva noticias de otros mares. Las voces de la casa se mezclan con el murmullo de la fuente; la brisa de la bahía entra como un huésped antiguo, y el sol dibuja en el suelo una filigrana de sombras que cambia a lo largo del día.
Granada en el Caribe
La Casa Román completó su carácter alhambrista en 1929, cuando don Henrique Pío Román, entonces propietario, viajó con su familia a Europa. En Sevilla visitaron la Exposición Iberoamericana y, más tarde, llegaron a Granada. La ciudad de la Alhambra los deslumbró. De regreso a Cartagena, decidieron traer a su casa caribeña un reflejo de aquella fascinación.
Contactaron al taller del ornamentista Aurelio Rus, que envió yeserías, cerámicas y mobiliario neoárabe. Algunas de esas piezas firmadas se conservan aún en los salones y rincones de la casa. Desde entonces, la Casa Román no fue solo una obra arquitectónica, sino una forma de vida: un modo de habitar la nostalgia, de sentarse a tomar café bajo las lámparas granadinas mientras afuera pasa, lento, el tiempo del Caribe.
Un oasis en Cartagena de Indias
Entre las fortificaciones, los mercados bulliciosos y las nuevas construcciones que hoy rodean a Manga, la Casa Román se mantiene como un oasis. Su silueta rosa y verde se abre al jardín, sus columnas siguen guardando las conversaciones de sus dueños, y el patio central continúa siendo el corazón donde se entrecruzan agua, luz y memoria.
Más que una curiosidad arquitectónica, la Casa Román es un capítulo esencial de la memoria del Caribe colombiano. Allí, la tradición morisca y la vida cartagenera se miran en un mismo espejo. Cuando el sol cae sobre sus arcos y las sombras de los árboles se alargan en el piso de mosaico, la casa se enciende como si el tiempo quisiera escribir en ella, una vez más, su firma dorada.
