¡Tu carrito está actualmente vacío!
Etiqueta: Puente Román
-

Puente Román: el arco que unió las dos orillas
Puente Román: el arco que unió las dos orillas
Entre el rumor del agua y la brisa del puerto, el Puente Román fue el gesto que enseñó a Cartagena a encontrarse consigo misma.
A comienzos del siglo XX, cuando Cartagena aún era un archipiélago de calles separadas por canales, el Puente Román comenzó a unir orillas, historias y memorias. Lo que empezó como una estructura de madera se convirtió en el emblema del progreso urbano y el símbolo emocional de una ciudad que aprendió a cruzarse a sí misma.
Antes de que la ciudad se mirara en el espejo del progreso, el Puente Román ya tejía su primera historia: la de dos orillas que aprendieron a encontrarse sobre el agua.
A comienzos del siglo XX, cuando Cartagena aún era un archipiélago de calles aisladas por canales, el barrio Manga parecía una isla detenida en el tiempo. Las canoas cruzaban despacio hacia Getsemaní, llevando jornaleros, frutas y noticias. Fue entonces, en 1905, cuando la ciudad decidió tender su primer puente sobre esas aguas: una franja de madera que cambiaría para siempre el pulso de la ciudad.
El viejo Puente Román fue mucho más que una obra de ingeniería. Era, en esencia, un gesto. Un intento de acercar dos mundos: el bullicio de Getsemaní y la quietud arbolada de Manga. Lo construyó Eliseo Navarro, entre 1906 y 1907, con tablones firmes pero rudimentarios. Su estructura era sencilla, sin ornamentos, y sin embargo representaba el inicio de la modernidad: el primer paso de una Cartagena que buscaba conectarse consigo misma.
Con el tiempo, aquel puente de madera se volvió un símbolo cotidiano. Por él cruzaban los pregoneros con sus carretas de frutas, los pescadores que regresaban al amanecer y los niños que jugaban a perseguir el reflejo de los barcos. Su crujido acompañaba las conversaciones de los enamorados y el ritmo lento de la vida isleña.
Pero la historia no se detuvo ahí. En 1927, el arquitecto francés Gastón Lelarge, conocido por sus obras en Bogotá, fue llamado para diseñar una estructura más duradera: un puente de concreto reforzado, elegante y neoclásico, que reemplazó al antiguo de madera.
Lelarge concibió algo más que un paso entre orillas: creó una puerta de entrada a la modernidad cartagenera. Sus arcos de líneas limpias y barandas ornamentales anunciaban un nuevo siglo de progreso. El Puente Román se volvió entonces una postal, un motivo de orgullo, un punto de encuentro entre la tradición y el futuro.
Décadas después, mientras la ciudad crecía hacia el mar, se erigió un tercer puente, construido por EDURBE, con mayor altura para permitir el paso de embarcaciones. Sin embargo, ni el acero ni el concreto del nuevo puente lograron borrar la memoria del primero.
En el recuerdo de los habitantes de Getsemaní, el viejo puente de madera aún respira: allí donde los pasos eran lentos y el horizonte olía a manglar.
Más allá de su función vial, el Puente Román ha sido testigo del crecimiento y la identidad de Cartagena. Ha visto pasar los carros del progreso, los silencios de la madrugada y las risas que cruzan cuando el sol cae sobre la bahía. Es un puente físico, sí, pero también un puente emocional: une épocas, barrios, maneras de mirar la ciudad.
Como la Casa Román, su par inmóvil en tierra firme, el Puente Román une más que espacios: une memorias. Uno guarda el eco del agua en sus muros; el otro, la huella de los pasos sobre su superficie. Ambos, a su manera, son arquitectura del recuerdo.
